Diario de Lecumberri by Álvaro Mutis

Diario de Lecumberri by Álvaro Mutis

autor:Álvaro Mutis [Mutis, Álvaro]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1960-01-01T00:00:00+00:00


Funeral

Llevaron el cadáver a la alcoba de Don Graci y allí lo tendieron en el suelo. El sirviente y el guardián fueron a la orilla del río para cavar la tumba. El dueño inquirió con el fraile los detalles de los hechos y éste lo puso al corriente de todo. Le contó que la noche anterior la muchacha había tocado a su puerta y le había pedido ayuda y que la oyera en confesión. La pobre estaba en una lamentable confusión interior y sentía que el mundo se le había derrumbado de pronto en forma definitiva.

La Machiche no estuvo presente durante el relato del fraile y se encerró en su alcoba en actitud huraña. El piloto también se ausentó antes de que el fraile comenzara su relato. Dijo que precisaba revisar algunas cuentas y le pidió al fraile las llaves de su habitación para sacar unos comprobantes. Mostraba una inquietante serenidad ante la suerte de la muchacha.

Terminado el relato del fraile, Don Graci comentó: «No sé de quién haya sido la culpa de todo esto, pero nos puede acarrear muchas dificultades, ya verá usted. Desde un principio yo me opuse a que esta muchacha siguiera viviendo con nosotros, pero como lo que yo digo aquí no se toma en cuenta y siempre acaba por hacerse lo que ustedes quieren, ahora todos vamos a tener que cargar con las consecuencias. Hay que arreglar a esta mujer antes de enterrarla». Se refería Don Graci a la necesidad de cubrir el cuerpo que estaba desnudo y mostraba, junto con los primeros síntomas de la rigidez una cierta madura ostentación de sus atributos femeninos. Los senos se habían desarrollado a ojos vista con su trato con la Machiche y el sexo henchido se ofrecía con una evidencia que no lograban ocultar los vellos del pubis.

Entre el fraile y Don Graci lavaron el cadáver con una infusión de hojas de naranjo, indicada, según el dueño, para detener la descomposición, y lo envolvieron luego en una sábana. Estaban terminando su tarea cuando oyeron dos disparos provenientes del segundo patio. Se escuchó luego un forcejeo violento, un golpe seco y después reinó el tibio silencio vespertino. El fraile y Don Graci acudieron precipitadamente y desde el corredor vieron cómo en el patio el guardián sujetaba contra el suelo al sirviente con una llave de judo que lo mantenía inmóvil. A un lado la Machiche, tendida en el empedrado, agonizaba con dos grandes heridas en el pecho de las que manaba, a cada estertor, una sangre oscura y abundante. Más allá yacía el piloto con el cráneo grotescamente destrozado. El fraile corrió a ayudar a la Machiche que, entre gorgoteos y muecas de dolor, repetía con voz débil: «Tenía que ser este maricón de mierda… tenía que ser…». Don Graci fue hacia el guardián y le ordenó que soltara al sirviente, que se retorcía con el rostro contra las piedras. El soldado dejó libre al negro, quien se alejó mansamente obedeciendo a una orden de Don Graci.

«Veníamos de cavar la tumba —explicó el mercenario— cuando oímos los disparos.



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